Si leéis este blog con frecuencia, seguro que os preguntáis: ¿qué tienen estos con Almería? Resulta que mi pareja vive allí, así que no es raro que intente conjugar para mis escapadas dos de las cosas que más me gustan. Y como ya había ido a Almería por la costa, me quedaba hacer probar la segunda opción: llegar desde Málaga a Almería por el interior, recorriendo la Alpujarra al completo.

Mapa de la ruta.

Tras trazar la ruta, estimaba un total de 285 km y 5000 metros de desnivel positivos. No parecía razonable intentarlo en un solo día, así que decidí partirlo en dos etapas: 190 km el primer día, y haciendo noche aproximadamente en mitad del camino: Cádiar.

Por supuesto, tocaba salir temprano para quitarme el sol que pudiera. La primera parte del camino me resultaba conocida de sobra: llaneo hasta Torre del Mar, sube y baja hasta el Puente de Don Manuel, para después hacer la subida a Zafarraya a medida que amanecía. Por más veces que voy, nunca deja de impresionarme ese inmenso escote en la roca que abre las puertas a la provincia de Granada. Despacito y buena letra, que entre el peso de la alforja y la paliza que me esperaba, no había que venirse demasiado arriba.

Una vez en la provincia de Granada, comenzaban las incógnitas. Confieso que algunas partes del camino me eran desconocidas, aunque esa también era la chicha del viaje. Al llegar a la venta La Alcaicería, tenía que optar entre seguir la carretera para subir el Navazo (unos 300 metros de desnivel) o aventurarme por un carril de tierra desconocido. Elegí el carril, por aquello de que la VSF TX-Randonneur no entiende de terrenos,  y me llevé el premio de admirar un paisaje nuevo. Pasando cerca del área de acampada del Robledal, pude disfrutar de la vista de la Maroma, y sorprenderme con la cantidad de agua que el río Alhama llevaba en pleno julio. Era increíble ver el agua brotando de la propia orilla.

Por fin salí del carril, cerca de Játar, y enfilé una rápida bajada para llegar a Arenas del Rey, junto al embalse de los Bermejales. Se acercaban las 12 del mediodía, esa hora crítica en verano en la que pedalear deja de ser divertido. Por suerte, había pasado por muchos puntos de agua y estaba bien hidratado.

Tenía motivos para no querer comenzar la pausa del mediodía demasiado pronto. Después de Jayena, tenía un tramo de subida suave hasta alcanzar una cota, en torno a los 1500 metros. No parecía demasiado duro, y si lograba culminar la subida, tendría una larga bajada por el conocido como Carril de Ítrabo para dejarme caer hasta el Valle del Lecrín, donde tenía prevista la comida.

Camino a ninguna parte

El problema es que el calor apretó desde muy pronto, y en un lugar muy remoto. En todos los viajes en bici hay un momento en que se pasa mal, y a mí me tocó aquí, en lugar de la nada. Tuve que pararme varias veces antes de completar la subida, comiendo, bebiendo… no tenía muy claro si no tendría que pararme y esperar hasta las 5 o las 6 a que el calor diese tregua. Hubiese supuesto un gran retraso, y francamente me apetecía comer algo más que un bocadillo.

Pero como todo lo malo, terminó. Conseguí entrar en el carril de Ítrabo y (no sin un buen rato de tembleque) descender por tierra hasta el Valle del Lecrín.

Donde no tire una VSF…

Por supuesto, me merecía una larga pausa para comer. No quisiera dejar de mencionar el sitio donde comí en Melegís, y con motivo. Aparte de tratarme muy bien y ponerme una cantidad de comida que bien hubiese valido para dos personas, es muy complicado encontrar dónde comer en el Valle del Lecrín. Yo os recomiendo ir a Los Naranjos. Tienen también alojamiento, por si os hace falta.

Yo no tenía pensado quedarme, así que después de reponer fuerzas y dejar caer el sol; y con 130 kilómetros en las piernas, me dispuse a continuar rumbo a La Alpujarra. Salí del Lecrín, y atravesé la A-44.

En este tramo hay que decir que la carretera me sorprendió por lo bien que estaba. Firme liso, curvas suaves en la ladera con las que los tontos de la bici disfrutamos como niños. Además, no conocía la mayor parte de estos pueblos, con los que quedé muy impresionado. Lanjarón bien vale quedarse un par de días (además, el agua de las fuentes públicas sabe casi mejor que la mineral embotellada); Órgiva está en un entorno privilegiado; y el Guadalfeo, cuando uno menos se lo espera, es como una playa en mitad del monte. No lo pude resistir, y me paré a bañarme.

Ya se iba poniendo la tarde, y desde luego que el cansancio iba haciendo mella en mis piernas. Sobre todo la subida antes de Torvizcón me dolió horrores, pero a esas alturas tenía claro que sería capaz de llegar a Cádiar, que era mi objetivo del día. Conforme la luz se atenuaba, con la carretera vacía y la vista de los picos de la sierra aún nevados, cabras haciendo de las suyas ladera abajo y la sensación de libertad que sólo viajar en bici es capaz de hacerte sentir, terminé la primera parte de mi viaje. Con el cuerpo dolorido del esfuerzo, un hambre canina, eufórico por el logro y lleno de ganas de otro día de aventura.

Hasta aquí el primer día de viaje, ¡os cuento el resto en una segunda entrada!